Mi mundo, ya destrozado, se desmoronó en polvo. Mis manos temblaban tan fuerte que apenas podía escribir una respuesta.
¿Quién eres?
Suspiré ante la respuesta que llegó:
No puedo decirlo. Me están vigilando. No confíes en nuestros hijos.
Mis ojos se posaron en Charles y Henry, mis propios hijos, que estaban junto al ataúd con expresiones de una extraña y silenciosa calma. Sus lágrimas parecían fingidas, sus abrazos tan fríos como el viento de noviembre. Algo estaba profundamente mal. En ese momento, el mundo se partió en dos: la vida que creía tener y la horrible verdad que apenas comenzaba a revelarse.
Durante cuarenta y dos años, Ernest fue mi refugio. Nos conocimos en el pequeño pueblo de Spring Creek, dos jóvenes pobres con sueños modestos. Tenía las manos manchadas de grasa y una sonrisa tímida de la que me enamoré al instante. Construimos una vida en una casa de dos habitaciones con techo de lata que goteaba cuando llovía, pero éramos felices. Algo que el dinero no podía comprar: el amor verdadero.
Cuando nacieron nuestros hijos, primero Charles y luego Henry, sentí que mi corazón iba a estallar. Ernest era un padre maravilloso: les enseñaba a pescar y a reparar cosas, y les contaba historias antes de dormir. Éramos una familia unida… o eso creía yo.
A medida que crecieron, comenzó a formarse una distancia. Charles, ambicioso e inquieto, rechazó la oferta de Ernest de trabajar en su tienda de reparación de bicicletas.
—No quiero ensuciarme las manos como tú, papá —dijo, palabras que fueron una pequeña pero afilada herida en el corazón de mi esposo.
Ambos se fueron a la ciudad, hicieron fortuna en bienes raíces, y poco a poco, los niños que criamos fueron reemplazados por extraños ricos.