Esa noche, sola en su habitación, sentí cómo sus dedos se movían, apretando los míos; sus labios intentaban formar palabras que no lograban salir. Llamé a las enfermeras, pero cuando llegaron, no lo vieron.
“Espasmos musculares involuntarios”, dijeron.
Pero yo lo sabía. Estaba tratando de decirme algo. Dos días después, se fue.
Los arreglos del funeral fueron un borrón, organizados con una eficiencia escalofriante por mis hijos. Eligieron el ataúd más simple, el servicio más corto, como si quisieran terminar cuanto antes.
Y ahora, de pie junto a su tumba, sostenía el teléfono que contenía un mensaje imposible.
No confíes en nuestros hijos.
Esa noche, en nuestra casa silenciosa y vacía, fui al viejo escritorio de madera de Ernest. Encontré las pólizas de seguro. La principal había sido actualizada seis meses atrás, aumentando la cobertura de $10,000 a $150,000. ¿Por qué hizo eso Ernest? Nunca lo mencionó. Luego encontré algo aún más inquietante: una póliza de compensación laboral de $50,000 en caso de muerte accidental en el trabajo. Un total de $200,000. Una fortuna tentadora para alguien sin escrúpulos.
Mi teléfono volvió a vibrar.
Revisa la cuenta bancaria. Mira quién recibe el dinero.
Al día siguiente, en el banco, el gerente —que nos conocía desde hacía décadas— me mostró los extractos. En los últimos tres meses, se habían retirado miles de dólares de nuestros ahorros.
—Su esposo vino en persona —explicó—. Dijo que necesitaba el dinero para reparar el taller. Creo que uno de sus hijos lo acompañó una o dos veces. Charles, me parece.
Charles.
Pero Ernest veía perfectamente con sus gafas.
Esa tarde llegó otro mensaje:
El seguro fue idea de ellos. Convencieron a Ernest de que necesitaba más protección para ti. Era una trampa.
Ya no podía negar la evidencia: el seguro aumentado, los retiros no autorizados, la presencia de Charles.
¿Pero asesinato? ¿Mis propios hijos? El pensamiento era un monstruo que no podía soportar.
Los mensajes siguieron guiándome.
Ve al taller de Ernest. Mira en su escritorio.
Esperaba encontrar una escena de destrucción tras una explosión. En cambio, el taller estaba extrañamente limpio. Cada máquina en su lugar, intacta. No había señales de explosión. En su escritorio encontré una nota, escrita con su letra, fechada tres días antes de su muerte:
“Charles insiste en que necesito más seguro. Dice que es por Margot. Pero algo no está bien.”
Y luego, un sobre sellado con mi nombre. Una carta de mi esposo.
Mi querida Margot,
Ha comenzado. Si estás leyendo esto, significa que algo me ha pasado. Charles y Henry están demasiado interesados en nuestro dinero. Ayer, Charles me dijo que debería preocuparme por mi seguridad, que a mi edad cualquier accidente podría ser fatal. Sonó como una amenaza. Si algo me sucede, no confíes en nadie.
Ni siquiera en nuestros hijos.
Ernest sintió su propia muerte.