Emily se sentó en el borde de la cama, con los gemelos pegados a ella, intentando calmar sus llantos. Estaba agotada: tres meses sin dormir, recuperándose de una cesárea difícil, ocupándose de casi todo sola. Esperaba que Mark le ofreciera ayuda al entrar. En cambio, se quedó rígido y frío.
“Prepárate”, dijo secamente. “Nos mudamos a casa de mi madre”.
Emily parpadeó, sin estar segura de haberlo oído bien. “¿Qué? ¿Por qué? Mark, los bebés…”
La interrumpió. “Mi hermano y su esposa se mudarán a tu apartamento. Necesitan espacio. Y dormirás en el trastero de casa de mi madre. Es temporal, no armes un escándalo”.
Se quedó en blanco. La sorpresa casi la hizo soltar a uno de los bebés. “¿Un trastero? Mark, ¿estás loco? Acabo de dar a luz. Los gemelos necesitan estabilidad…”
Se encogió de hombros como si estuviera hablando de la compra. “Estás exagerando otra vez. Mi familia es lo primero. Mamá ya te preparó la habitación.”
Algo dentro de Emily se quebró: traición, humillación, incredulidad. Le temblaban las manos al acercar a los bebés. “Esta es nuestra casa. Tomaste decisiones a mis espaldas.”
El rostro de Mark se endureció. “No necesito tu permiso.”
Esas palabras fueron como hielo.
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