El médico se acercó al respirador, con una expresión que ocultaba una cuidadosa compasión profesional. “Lo siento mucho, Sr. Castillo”, dijo en voz baja. “Hicimos todo lo posible aquí en la suite del hospital”. El silencio se cernía sobre la habitación, pesado y sofocante. El monitor cardíaco junto a la cama mostraba una línea verde plana e inflexible. La hija del millonario Ricardo Castillo, Sofía, de tan solo ocho años, había sido declarada con muerte cerebral. Su padre, un hombre acostumbrado a mover montañas con una sola llamada, permanecía paralizado junto a la cama, agarrando la mano fría de su hija.
Solo con fines ilustrativos.
En un rincón, casi inadvertido, un niño pequeño observaba la escena con intensidad. Era Leo, el hijo del jardinero, de tan solo nueve años, para quien Sofía no era solo la hija del jefe, sino su única amiga.
“Desconecte la máquina”, ordenó uno de los tíos de Sofía, un hombre vestido de traje que ya miraba la herencia. “No hay nada más que hacer. Tenemos que dejarla ir”. El doctor asintió solemnemente, extendiendo la mano hacia el interruptor del respirador.
Pero la vocecita de Leo rompió la tensión. “No, esperen”. Todos se giraron, la mayoría con irritación. “¿Qué hace este chico aquí?”, susurró la tía. Un guardaespaldas se adelantó. “Chico, este no es tu lugar. ¡Fuera!”.
Leo no se movió. Sus grandes ojos oscuros no estaban fijos en la chica, sino en el monitor cardíaco. “Miren”, dijo con voz temblorosa pero firme, “la fila se movió”.
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