Subió con dificultad los escalones de mármol, su pesado vestido arrastrándose por el suelo del salón, mientras todas las miradas se clavaban en su cuerpo. El silencio era casi sagrado, no por respeto, sino por pura incomodidad y constreñimiento. En la corte, las sonrisas eran disfraces. Todos esperaban el anuncio del rey, pero nadie, absolutamente nadie, esperaba aquello.
Ella se llamaba Isabela, la única hija del rey Aldemiro, soberano de un reino frío y cruel donde la apariencia valía más que el carácter. Isabela había nacido diferente a las otras princesas. Desde pequeña tenía el cuerpo redondeado, mejillas sonrosadas y un apetito que nadie podía controlar. Mientras otras niñas practicaban la postura y el baile, Isabela se escondía en la cocina, buscando consuelo en tartas y panes dulces.
A medida que crecía, crecía también el desprecio de su padre. A los 13 años, Isabela ya era objeto de risas ahogadas entre los criados. A los 15, los pretendientes rechazaban incluso sus retratos. A los 17, el rey perdió la paciencia. Para él, su hija no era una princesa, era una carga, una vergüenza.
Y fue en un día frío, bajo un cielo gris, que todo cambió.
El salón estaba abarrotado. Nobles, caballeros y embajadores, todos convocados para una ceremonia especial sin saber el motivo. Isabela fue forzada a vestir un traje real apretado y sofocante. Sus manos temblaban mientras subía los escalones del trono, donde su padre la esperaba con una expresión gélida.
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“Hoy”, dijo el rey, con voz firme y sin emoción, “mi hija recibirá el destino que merece”.
La gente intercambió miradas. “Un novio”, pensaron. “Finalmente será casada”.
Pero en lugar de un noble, dos soldados entraron empujando a un hombre encadenado, sucio, con el rostro herido y los pies descalzos. “Un esclavo”, murmuró la gente. Isabela quedó inmóvil.
El rey continuó: “Ya que mi hija se niega a ser una digna representante de esta corona, que sea esposa de quien está más abajo que la tierra. Entrego a Isabela a este hombre como castigo por su deshonra, por su debilidad, por su grotesca existencia”.
El mundo giró. Los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas, pero no lloró, no imploró. Solo bajó la cabeza, tragándose el dolor, como siempre había hecho. A su lado, el esclavo, cuyo nombre nadie se molestó en preguntar, mantenía los ojos fijos en el suelo, como si quisiera desaparecer. El salón explotó en murmullos. Algunas damas disimulaban la risa; otros desviaban la mirada. Y el rey, satisfecho, como si finalmente se hubiera librado de un problema.
Isabela fue llevada a los fondos del palacio, a los alojamientos donde jamás había pisado. Su habitación sería ahora un antiguo depósito reformado a toda prisa. El esclavo recibió la llave, un pedazo de pan duro y una única orden: “No la toques a menos que ella lo desee, pero quédate con ella para siempre”.
Esa noche, tumbada en un colchón fino, oyendo la lluvia golpear las ventanas, Isabela miraba el techo. El esclavo dormía en el suelo, envuelto en una manta vieja. Había silencio, un silencio diferente. No era el silencio del desprecio; era el silencio de alguien que no juzgaba. Por primera vez, no sintió miedo. Sintió algo extraño, un vacío ligero, como si la humillación del día hubiera abierto un nuevo espacio dentro de ella.
El amanecer llegó envuelto en niebla. El esclavo, ahora su compañero forzado, se levantaba del suelo con cuidado, intentando no hacer ruido. Ella lo observaba en silencio. Durante años, Isabela había estado rodeada de criados que le sonreían mientras la juzgaban por dentro. Ahora solo estaba él, un hombre que su padre consideraba inferior a los perros de la perrera real.
Al tercer día, él habló: “¿La señora desea pan?”. La voz era baja, casi un susurro. Ella tardó en responder. “No tengo hambre”, mintió. Él solo asintió y se alejó. No insistió, no se burló.
Al cuarto día, limpió el suelo. Al quinto, encendió el fuego de la chimenea antes de que ella despertara. Al sexto, dejó flores silvestres sobre la mesa. Sin palabras.
Y fue al séptimo día que ella rompió el silencio. “¿Cómo te llamas?” El hombre dudó. Sus ojos, por primera vez, se cruzaron con los de ella. “Elias”. Isabela repitió el nombre en voz baja. Un nombre sin títulos, sin blasones, pero con algo que ella nunca había sentido: presencia.
Poco a poco, su rutina se trasladó al jardín abandonado. Fue allí, entre las rosas maltratadas por el invierno, donde Elias le contó su primera historia. “Estas flores”, dijo, señalando unas lavandas, “crecen mejor cuando son podadas con dolor. Cuando la raíz es removida, cuando la tierra es revuelta. Parece que sufren, pero así es como renacen, más fuertes”.
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