La habitación del hospital estaba silenciosa y en penumbra, iluminada únicamente por la tenue luz de los monitores y el ritmo desvanecido de un corazón: estable, luego más lento, luego más lento. En la cama yacía un hombre de 82 años, con la respiración entrecortada y la piel tan delicada como el papel. El cáncer se había extendido demasiado. El tratamiento había terminado. Los médicos dijeron que le quedaban horas,
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