Durante dos años, mi esposo — Hugo — regresaba cada noche a las doce, siempre con el mismo pretexto:
— “Son los clientes del bar, amor… si no voy, se van con la competencia.”
Yo ya estaba cansada de sus excusas. Pero aquella noche lo vi en el balcón, riéndose bajito con alguien por el celular. Algo en mí se quebró. Salí, traté de arrancarle el teléfono, él se resistió y… lo estrellé contra el piso.
Hugo me miró con los ojos fríos:
— “Te vas a arrepentir.”
Pensé que era solo un arranque de orgullo.
Pero tres días después, mi vida se partió en dos.
Era temprano, seis de la mañana, en nuestra casa en Guadalajara. Abrí para sacar la basura y me quedé paralizada.
Un bebé, envuelto en una manta limpia, dormía adentro de una canasta tejida. Al lado, un papelito:
“La niña se parece mucho a ti. Cuídala.”
Sentí que las piernas se me doblaban.
Hugo salió corriendo detrás de mí, pálido como un muerto:
— “¿Qué es esto? ¿Quién la puso aquí? ¡Quítala de ahí!”

— “¿La niña se parece a quién, Hugo?” grité.
Pero él… no respondió.
Solo se quedó mirando a la bebé, temblando, como si la reconociera. Una expresión que nunca había visto en su rostro.
— “Entra. No la toques. Por favor.” murmuró.
Su voz no sonaba culpable. Sonaba aterrada.
Corrí a revisar las cámaras de seguridad del portón.
No había nadie.
Ninguna sombra adulta.
Ninguna moto.
Ninguna rueda.
Nada.
Continua en la siguiente pagina