mpre estuvieras en llamadas importantes, te quiero, pero desearía que tú te hubieras querido lo suficiente para estar presente. Mateo PD. El reloj que tocaba música siempre fue mi sonido favorito porque significaba que estabas cerca, aunque fuera por un minuto.
Ricardo no supo cuánto tiempo estuvo llorando. Cuando finalmente levantó la vista, Elena estaba parada junto a la ventana, su silueta recortada contra las luces de la ciudad que Ricardo había ayudado a construir. “Voy a firmar los papeles de divorcio”, dijo ella sin voltearse. Deberían haber llegado hace 3es años, pero me convencí de que podíamos salvarlo por Mateo.
Ahora él no está y tampoco queda nada de nosotros. Elena, estás convirtiéndote en el hombre que yo deseaba que fueras. Ricardo, lo veo cancelando reuniones buscando a Diego, realmente tratando de entender. Finalmente se giró y sus ojos estaban secos, pero infinitamente tristes. Pero es demasiado tarde para nosotros.
No puedo estar con alguien que me recuerde cada día lo que perdimos, lo que desperdiciamos. Salió de la oficina y Ricardo no la detuvo porque tenía razón. Esa noche, con el diario de Mateo abierto y la carta arrugada en su puño, Ricardo Valente tomó una decisión.
No podía cambiar el pasado, pero podía honrar el último deseo de su hijo. Encontró el número de Carmen en el informe del investigador. La llamada fue contestada al tercer tono. Señora Romero, soy Ricardo Valente. Necesito Suz quebró. Necesito aprender a jugar fútbol. Carmen lo miró como si hubiera perdido la cabeza. ¿Quiere que le enseñe a jugar fútbol? Repitió parada en la puerta de su apartamento a las 7 de la mañana, todavía en pijama porque era su día libre.
Ricardo, que no había dormido en absoluto, asintió con una desesperación que habría horrorizado a cualquiera que conociera al tiburón corporativo. Mateo pidió que cuidara de Diego, que fuera a verlo jugar. No puedo, se pasó las manos por el cabello. No puedo solo aparecer y escribir cheques. Ya hice eso con mi propio hijo.
Necesito entender qué era lo que Mateo amaba de eso. Necesito necesita perdón, terminó Carmen suavemente. Las palabras golpearon a Ricardo como un puñetazo. Asintió incapaz de hablar. Carmen suspiró, pero algo en su expresión se suavizó. El parque esta tarde a las 4 y señor Valente si va a venir nada de trajes de diseñador, los niños lo destrozarían.
Ricardo apareció a las 3:45 pm usando jeans que había comprado esa mañana por primera vez en 20 años y una camiseta polo simple. Se sentía desnudo sin su armadura corporativa. El Rolls-Royce lo había dejado dos cuadras atrás por insistencia del chóer que entendió instintivamente que ese auto no pertenecía a ese barrio. Los niños ya estaban jugando.
Diego lo vio primero y el balón que estaba por patear rodó lejos, olvidado. Señor Valente. Todos los juegos se detuvieron. Una docena de pares de ojos lo evaluaron con esa honestidad brutal que solo los niños poseen. Pine a Ricardo se sintió ridículo. Diego, tu mamá dijo que podrías enseñarme como le enseñaste a Mateo. El nombre de su hijo en sus propios labios en este lugar se sintió sagrado.
Diego intercambió miradas con los otros niños. Julio susurró algo. Marcos se encogió de hombros. Finalmente, Gabriel, el más callado, habló. Teo decía que su papá era importante, que tenía reuniones con presidentes. Sus ojos cafés evaluaron a Ricardo con una sabiduría que dolía. ¿Por qué querría jugar con nosotros? Porque mi hijo era más sabio que yo.
La honestidad desarmada en la voz de Ricardo cortó el aire y yo fui demasiado estúpido para verlo hasta que fue demasiado tarde. Hubo un momento de silencio. Entonces Diego recogió el balón. Está bien, pero tiene que jugar de portero como Teo. Las siguientes dos horas fueron las más humillantes y simultáneamente más liberadoras de la vida de Ricardo. Era espectacularmente malo.
Cada tiro pasaba junto a él, o peor, entre sus piernas. Los niños se reían, pero no con crueldad, con la misma alegría genuina que probablemente compartieron con Mateo. No, señor Valente, gritaba Diego. Tiene que saltar antes de que llegue, no después. Doble las rodillas, añadía Julio. Mi abuela se mueve más rápido.
Se burlaba Marcos y todos estallaron en carcajadas. Incluso Ricardo se encontró riendo. Un sonido oxidado, poco usado, pero real. Carmen observaba desde la banca bajo el árbol. Había traído jugo de naranja casero en una jarra de plástico y vasos desechables. Cuando Ricardo finalmente colapsó en el césped, exhausto y empapado en sudor, ella se acercó y le ofreció un vaso.
No es tan elegante como sus reuniones de negocios, ¿verdad? Es mejor. Ricardo bebió el jugo como si fuera el agua más pura. Mucho mejor. Sus miradas se encontraron y Ricardo sintió algo que no había sentido en años. Conexión real. Carmen no lo veía como el magnate o el hombre de la revista Forbs.
Lo veía como un padre roto tratando de rearmarse. Mateo tenía razón sobre esto dijo Ricardo suavemente, sobre que las cosas pequeñas importan más. le tomó perder todo para aprenderlo. Carmen no endulzó sus palabras, pero tampoco había juicio. La pregunta es, ¿qué va a hacer ahora con esa lección? Durante las siguientes semanas, Ricardo apareció tres tardes por semana, canceló juntas, reprogramó inspecciones.
Sus socios estaban alarmados. Su asistente prácticamente tuvo un colapso nervioso, pero Ricardo siguió yendo. No solo jugaba, escuchaba. Aprendió que Julio soñaba con ser arquitecto, pero su escuela no tenía buenos programas de arte. Que Marcos cuidaba a sus tres hermanos menores mientras su mamá trabajaba turnos nocturnos.
Que Gabriel no hablaba mucho porque su padre los había abandonado y las palabras se sentían peligrosas. Ricardo no escribió cheques. En cambio, apareció, fue a los partidos escolares de Diego. Ayudó a Julio con proyectos de matemáticas usando principios de ingeniería estructural. Le enseñó a Marcos cómo organizar horarios para balancear responsabilidades.
Se sentó junto a Gabriel en silencio, ofreciendo presencia sin exigir palabras. Y lentamente algo en Ricardo comenzó a cambiar desde adentro. En el trabajo implementó políticas radicales, ninguna reunión después de las 6 pm, licencia parental remunerada expandida, áreas de juego en las oficinas para empleados con hijos. Sus competidores pensaron que había perdido el filo.
Sus empleados lo vieron realmente por primera vez. Carmen notó los cambios también. Comenzaron a tomar café después de los juegos, conversaciones que se extendían hasta que los faroles del parque se encendían. Ella le contó sobre su esposo fallecido, un electricista que murió en un accidente de trabajo cuando Diego tenía siete.
Sobre trabajar dos empleos para mantenerlos a flote. Sobre enseñarle a Diego que la riqueza no se medía en dinero. Ricardo compartió cosas que nunca le había dicho a Elena. Su propio padre ausente, un constructor que murió de un infarto a los 50, dejando nada excepto edificios fríos.
Como Ricardo juró ser diferente, pero terminó siendo exactamente igual. Cómo el dinero se convirtió en su lenguaje de amor porque era el único que conocía. No es demasiado tarde para cambiar”, dijo Carmen una noche, sus hombros casi tocándose en la banca. Mateo ya no está aquí, pero Diego sí. Todos estos niños están aquí.
¿Y tú? Las palabras salieron antes de que Ricardo pudiera detenerlas. Tú estás aquí. Carmen lo miró con esos ojos que veían demasiado. Estoy aquí, pero Ricardo, si esto es culpa buscando expiación, no lo es. Tomó su mano sorprendiéndose a sí mismo. O tal vez empezó así, pero ahora, Carmen, no he sentido esto en años. verme como realmente soy en los ojos de alguien y no sentir que tengo que ser más o menos o diferente.
Antes de que Carmen pudiera responder, Diego gritó desde la cancha, “Mamá, el señor Valente marcó un gol, finalmente detuvo uno. Ambos se voltearon para ver a Ricardo siendo levantado en hombros por los niños, riendo con una alegría que transformaba su rostro de 45 años en algo casi juvenil. Carmen sonrió, lágrimas brillando en sus ojos. Mateo estaría orgulloso.
Esa noche, cuando Ricardo regresaba a su auto, encontró a Elena esperando, recargada contra el Rolls Royce con papeles en la mano. Los papeles de divorcio firmados los extendió. Te estás convirtiendo en el hombre que siempre quise que fueras, Ricardo, pero es demasiado tarde para nosotros. hizo una pausa.
Sin embargo, no es demasiado tarde para ti, para ser el padre que Mateo quería, incluso si es para los hijos de otros ahora. Ricardo tomó los papeles y por primera vez no sintió fracaso, sintió liberación. Gracias, dijo sinceramente, por dejarlo ir al parque, por darle esos momentos. Elena asintió, lágrimas silenciosas corriendo. Solo prométeme algo. No desperdicies esta segunda oportunidad.
Se alejó y Ricardo supo que era la última vez que la vería de esa manera. El capítulo se cerraba, pero otro estaba comenzando 18 meses después. El sol de la tarde pintaba el parque municipal con tonos dorados mientras Ricardo ajustaba los guantes de portero que Diego le había regalado en Navidad.
Usados, remendados en dos lugares, pero Ricardo los valoraba más que cualquier reloj suizo. “Listo, señor Ricardo!”, gritó Julio desde el centro de la cancha. Ya nadie lo llamaba señor valente. Ese hombre había muerto con Mateo. Este era solo Ricardo, el portero terrible que aparecía religiosamente cada martes, jueves y sábado. Amó, que mi abuela se mueve más rápido, se burló Marcos, ahora con 14 años y una beca completa para secundaria técnica que Ricardo había ayudado a conseguir, no con dinero, sino con horas de tutoría en matemáticas e ingeniería. Ricardo sonríó. Seguía
⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬