Solo por comerse un pedazo del pollo de nuestro nieto, mi hijo y su esposa nos encerraron a mi esposo y a mí en el almacén del sótano del garage.

El sonido metálico del candado resonó un “clic” y de repente todos los ruidos de la planta alta desaparecieron. Solo quedaba el olor a humedad y la débil luz amarillenta que iluminaba el pequeño almacén bajo el garaje.

Doña Carmen se apoyó contra la fría pared de ladrillo, todavía temblando por el empujón de su nuera—Isabel—cuando gritó:
“¡Solo te comiste un pedazo de pollo y no tienes consideración! ¡Bajo aquí vas a pensar bien en tu actitud!”

A su lado, Don Ricardo, su esposo, permanecía inmóvil como una estatua. Quizá el hecho de ser encerrado por su propio hijo por un asunto tan trivial lo había dejado sin palabras.

Arriba, los pasos de Eduardo—el hijo que Carmen y Ricardo habían criado con tanto esfuerzo—junto con los de Isabel se alejaban. Cuando el silencio absoluto reinó, Don Ricardo carraspeó:

“Carmen… ven aquí. Necesito decirte algo.”

Rara vez llamaba a su esposa por su nombre con tal gravedad. Carmen lo miró, desconcertada:
“¿Qué pasa? A estas horas aún…”

Don Ricardo miró alrededor, se inclinó hacia ella y susurró:
“Detrás de ese muro de ladrillos… hay algo que me ha atormentado por treinta y nueve años.”

Carmen sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Ese muro, antiguo y con pintura descascarada, solo servía para evitar la humedad. Había limpiado el almacén innumerables veces y nunca había notado nada extraño.

“¿Qué dices? ¿Qué hay aquí?”

Don Ricardo tragó saliva, mostrando un miedo que Carmen nunca había visto en un hombre tan sereno:
“Esperemos a que se vayan del todo.”

Minutos después, cuando no se escuchaba ningún ruido arriba, Ricardo empujó un viejo baúl de madera a un lado y se arrodilló junto al muro. Sacó un ladrillo, como si conociera cada grieta y hendidura desde siempre.

Carmen lo observaba, sin pestañear.

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