Un millonario afligido visitaba las tumbas de sus hijas todos los sábados, hasta que una niña pobre señaló las lápidas y susurró: “Señor… viven en mi calle”.

Pero su mirada —firme, aterrorizada, honesta— no lo dejó.

Sacó su billetera.
“¿Cuánto?”

“Veinte dólares”, susurró. “Para la medicina de mi mamá”.

Le dio cien.
“Si me llevas allí y dices la verdad, te daré mil más”.

“No miento”, murmuró. “Ya verás”.

La Casa Azul de la Verdad
Lo condujo por la ciudad, dándole indicaciones desde el asiento trasero de su camioneta negra. Cuanto más se acercaban, más le costaba respirar.

Ahí estaba.

Una casa diminuta y agrietada con pintura azul descascarada, una cerca torcida, un patio lleno de maleza y juguetes viejos de plástico. La ropa colgaba en un tendedero en la parte de atrás. Alguien vivió allí. Hacía poco.

Le temblaban las rodillas al subir los escalones.

Llamó.
Una vez.
Dos veces.
Tres veces.

Leave a Comment