Un millonario afligido visitaba las tumbas de sus hijas todos los sábados, hasta que una niña pobre señaló las lápidas y susurró: “Señor… viven en mi calle”.

Pasos.

La puerta se abrió lo justo para que una cadena la sujetara.

Detrás estaba Hannah, su exesposa, pálida, temblorosa, llena de vida.

Michael se quedó sin aliento.

Abrió la puerta de golpe. Hannah se tambaleó hacia atrás.

Dentro de la sala de estar en penumbra, en un sofá deshilachado, estaban sentadas dos niñas pequeñas abrazadas con los ojos muy abiertos y asustados.

Ava y Lily.

Vivas.

Reales.

No enterradas bajo mármol y lirios.

Michael se desplomó de rodillas. El sonido que salía de su pecho no se parecía a nada hu

hombre—medio sollozo, medio risa, medio algo roto siendo cosido demasiado rápido.

“¿Papá?”, susurró Ava.

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