En algún lugar del corazón de Dubái, entre las torres de cristal y acero, donde cada calle resplandece de lujo y el aire huele a dinero, había un restaurante llamado La Perla de Oriente.
Era un lugar para quienes podían permitírselo todo, excepto la compasión. Cada silla relucía con hilos dorados, y el personal se movía como sombras silenciosas.
Pero era allí, en este mundo de perfección, donde trabajaba Safiya: una mujer con ojeras, pero con la frente en alto.
Safiya no nació en la riqueza. Creció en un hogar modesto a las afueras de Sharjah. Su padre murió joven, su madre enfermó, y Safiya tuvo que hacerse cargo de su propio destino mucho antes de comprender lo que era la infancia.
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Trabajar de camarera no era su sueño; era sobrevivir. La única manera de ganar lo suficiente hasta que naciera su bebé.
Esa noche parecía como cualquier otra: ruidosa, tensa, con un sinfín de pedidos. Pero de repente, el gerente corrió hacia ella, casi arrebatándole la bandeja de las manos.
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