Una niña de 13 años fue llevada a urgencias con el vientre hinchado, pero cuando el médico le realizó una ecografía, llamó inmediatamente a la policía.
La joven rompió a llorar desconsoladamente, aferrándose a los lados de la camilla. El rostro de María palideció; nunca había concebido esa posibilidad. Javier pidió privacidad y, con la calma que le pedía el momento, esperó a que Lucía se recompusiera lo suficiente para hablar.
Después de varios minutos, levantó lentamente la vista, temblando.
“Aquí estás protegida. Nadie te va a hacer daño”, la tranquilizó el médico. “Necesito saber la verdad para poder ayudarte”.
Lucía inhaló profundamente, como si cada sílaba le exigiera un esfuerzo tremendo.
“Era…”, se le quebró la voz, “alguien de casa”.
Javier sintió una opresión en el pecho. Decidió no insistir en obtener más detalles en ese momento, sabiendo que una presión excesiva sería contraproducente. Sin embargo, cuando Lucía finalmente pronunció un nombre —apenas audible, pero con claridad—, Javier sintió una oleada de profundo temor que invadió toda la habitación.
No lo dudó ni un segundo. Salió y ordenó al personal que contactara de inmediato con las fuerzas del orden y los servicios de protección infantil.
La puerta de urgencias se cerró tras él, dejando solo el eco de la revelación más devastadora que había vivido en su carrera.
La policía llegó al hospital casi de inmediato. Dos agentes de la Unidad de Protección Familiar, Sofía Mendizábal y Rubén Cáceres, entraron discretamente para no alarmar a los demás pacientes. El Dr. Javier Morales los condujo a una zona privada para detallar la revelación de Lucía. Buscar un médico.
“La niña está sumamente angustiada”, comunicó el médico. “No ha descrito los hechos, pero identificó al presunto agresor: su padrastro, Antonio Rivas”.
Sofía asintió solemnemente. Comprendía que estas situaciones requerían una investigación minuciosa, sensibilidad y una acción rápida. Mientras tanto, la psicóloga del hospital, la Dra. Elena Fuertes, entró en la habitación para hablar con Lucía, quien seguía aplaudiendo con fuerza, como si temiera desmayarse.
Elena evitó hacer preguntas directas sobre la agresión, centrándose en crear una sensación de seguridad. Una vez que la respiración de Lucía se estabilizó, la psicóloga comenzó a guiar la conversación con suavidad, con preguntas abiertas y sin presión. Fue entonces cuando la niña relató lentamente cómo, durante varios meses, su padrastro había aprovechado el horario laboral de su madre para acercarse a ella. Lucía había guardado silencio por miedo, vergüenza y su reiterada amenaza de que “nadie le creería” si hablaba.
Mientras tanto, fuera de la habitación, María lloraba desconsoladamente mientras escuchaba la información inicial. Le costaba comprender cómo semejante atrocidad pudo haber ocurrido tan cerca sin que ella se diera cuenta.
—¿Y la madre? —preguntó Rubén.
—Está trabajando doble turno —explicó María—. Esta noticia la destrozará.
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